viernes, 20 de agosto de 2010

La democracia en China




Por Arthur Alan Gore

Cumplí 30 años de la mano de Axl Rose y Kurt Cobain. Desde que estaba en la secundaria, escuché hablar del Chinese Democracy. La leyenda de ese disco me acompañó durante la preparatoria y la Universidad. Se extendió más allá, hasta que comencé a escribir críticas de discos y reseñas de conciertos en las revistas que antes compraba cuando iba a la escuela y apenas me alcanzaba para pagarme los camiones.
Me hacía reír la cantidad de músicos que entraban y salían de Guns N’ Roses, los productores que trabajan en su grabación y los millones de dólares que se derrochaban en el camino. Pensaba, aunque no conscientemente, que mientras ese álbum no saliera al mercado yo sería eternamente joven. A veces, cuando en una revista extranjera o un portal de Internet se publicaba alguna noticia referente a la Democracia China, sonreía para mis adentros. Qué lejanos parecían aquellos días en que Axil incendiaba el escenario junto a Slash, Duff, Matt y Gilby.
Pero vaya, el vocalista había decidido bautizar el disco con algo que en la realidad política tampoco parecía ser posible: el establecimiento de un régimen democrático en la China imperial y comunista.
Y, un día, hubo Olimpiadas en China.
Y, una mañana de noviembre, Chinese Democracy apareció en las tiendas. Habían pasado más de 13 años desde que se comenzó a grabar y en el camino yo me volví padre, se me comenzó a caer el cabello y, por si fuera poco, de reportero musical pasé a ser manager de una banda de rock.
Ese día me deprimí profundamente. La disquera me envió el disco a mi oficina, para que lo reseñara. Yo lo puse en el estéreo del carro de regreso a mi casa.
Mi vida podría dividirse en AC y DC, Antes de Cobain y Después de Cobain, y no porque en realidad crea que Nirvana haya sido una banda tan importante. Lo fue para mí en la medida que Kurt Cobain fue mi primer y más genuino héroe musical. El último.
Cuando supe de él por vez primera, cumplía apenas 15. Mi primo, el Perro, con quien formé mi primera banda de covers, me llevó a casa de Santi, su amigo español. El gachupín tenía un desmadre en su habitación y aunque intenté no pisar nada mientras la atravesábamos para ubicarnos en algún rincón a escuchar música y fumar a escondidas, terminé por hacer crujir la carátula de un disco compacto, en medio de ese amontonadero de ropa sucia, cartuchos de videojuegos y envolturas de golosinas que Santi, un tipo narigón y amanerado, orgullosamente acumulaba en el piso.
En la portada del disco un bebé desnudo perseguía un billete de un dólar atado a un anzuelo de pesca.
Kurt se volvió mi obsesión. Me aprendí todas las canciones de Nirvana y hasta recorté cuanta madre salía sobre la banda en periódicos y revistas. Eran tiempos sin Internet y en ese sentido, la profesión de fan aún guardaba cierto encanto artesanal.
Cuando me acerqué a platicar con Jane y las Mystica, ella me extendió un papel donde había anotado su correo electrónico. Siempre supe que el “kurt”  que hay en su ID antes de la arroba se refería a Kurt Cobain.
Algo había de carácter divino en todas las señales.
Cuando cumplí 30, las canciones de Nirvana me tocaron el corazón. El tipo a quien admiré se había quedado atrás. Se murió a una edad que incluso era tres años menos a la que yo tenía en este momento.
El rock es un asunto complicado cuando todo a tu alrededor tiene que ver con él.
Hoy Axl es un señor fofo y amargado y Kurt descansa ya varios metros bajo tierra. O bajo agua, porque según sé esparcieron sus cenizas en el Wishka.
Y la democracia no ha llegado a China.

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